Expulsada de mi casa por el calor y sumamente atraída por el aire acondicionado del lugar, llegué temprano a la cita del café con mis amigas y me preparé para hacer una de las cosas que más odio en la vida: esperar.
Pedí un café y así con mi taza en la mesa tendría un acompañante fiel que me haría sentir segura a pesar de las sillas vacías a mí alrededor. Recibí su aroma y con el me llegó el olor del trabajo del campo que me trajo hasta aquí mi bebida.
Volteando de lado a lado fui encontrando cosas interesantes que hicieron mi tarea de esperar más divertida que de costumbre. Me encontré a un señor con sus lentes a media nariz leyendo un libro y sonriendo para sí mismo. En la mesa de atrás vi una reunión de generaciones, tres mujeres iguales con la única diferencia en el tono de pelo y las experiencias guardadas en las arrugas de la piel.
Afuera, un papa incómodo con su hija adolescente esforzándose por tener un tema de conversación, el cual, continuamente parecía mudarse a otra mesa dejándolos solos saboreando el café que absorbía los silencios.
Doy un sorbo a mi taza y noto que no me importa tanto la ausencia de mis amigas, al menos no me veo como aquel joven que hace pequeñas bolitas de papel con la servilleta y se muerde las uñas esperando a alguien.
Han llegado mis amigas y tendré que cerrar el telón del espectáculo que sucede a mí alrededor. Cada quien pide algo diferente, pues entre amigas y cafés la diversidad es clave mientras se conserve la esencia. El café toma su papel de socializador y poco a poco nos avienta su aroma limpiándonos la pena y haciéndonos hablar más.
Salí del café con las luces apagadas y el reflejo de las luminarias exteriores en el cristal, me imaginé la reunión de las tazas, copas y cafeteras haciendo el recuento de los chismes del día. Me las imaginé escuchando a su grupo favorito y unas tacitas tocando “pa´ que en la realidad no se sufra tanto”. A lo que las cucharas contestaron muy entonadas: “Ojala que llueva café en el campo.”
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